Desde el momento de nuestra concepción, cuando apenas somos una célula, algo innato, inteligente dentro de nosotros comienza a tomar decisiones. Esa célula se multiplica, y tiempo después nace un niño que aún sin la capacidad de hablar, ha hecho ya, de manera intuitiva y emocional, muchas elecciones.
Al estar en el mundo, de acuerdo a como somos tratados por quienes nos rodean, nuestra autoestima será positiva y se desarrollará, o creceremos como seres desvalorizados, tristes, atemorizados y resentidos. En ese contexto, nuestras decisiones, estarán condicionadas por lo aprendido en los primeros años de acuerdo con la programación mental que hemos recibido de padres, relacionados y seres queridos.
Es por eso que, si queremos apuntar hacia un nivel de logros diferentes, mejores y trascendentes, si deseamos rebasar nuestros límites actuales, se hace necesario revisar el modo como escogemos lo que escogemos.
Las grandes decisiones como con quién casarnos o dónde vivir y las pequeñas y frecuentes decisiones como: qué responder a ciertas preguntas, con quién almorzar o qué ropa vestir, ya que son esas aparentemente inofensivas decisiones diarias, las que nos colocan en posición de avanzar, mantenernos como estamos o retroceder.
Decidir es elegir entre las opciones disponibles
Y aunque existen factores influentes en la bilogía, la psiquis y el entorno, al final nosotros tenemos mucho que ver en las preferencias que asumimos. No aceptar esto, es renunciar al poder de ampliar nuestro control y de crear nuevos destinos. Y es bueno recordar que nadie puede cambiar aquello que no controla.
En realidad, pese a que podríamos nacer condicionados por fuerzas ajenas a nosotros por la genética y la cultura, disponemos de recursos poderosos como la capacidad de observarnos, darnos cuenta, aprender, elegir y cambiar. Hay una cuota de libre albedrío que nos permite decirle ¡sí! o ¡no! » a cualquier oferta o posibilidad.
Aunque hayamos aprendido a ver, que oír y hacer lo que nos decían y aunque eso ha dejado huella, podemos aprender a pensar y actuar de maneras diferentes, desarrollar mejores hábitos y generar nuevos resultados. Estas decisiones, sin embargo, deben tomarse de la manera más consciente posible.
Debemos saber lo que se desea lograr
A decir de Shad Helmstetter, es necesario hablarle a nuestra mente con claridad para que entienda, firmeza para que obedezca y frecuencia para que recuerde. Entonces ella – nos dice- se encargará del resto.
Una buena decisión debe ser viable, o sea posible de realizarse. Además, debe ser satisfactoria para que podamos sentirnos estimulados de llevarla adelante. Debe ser conveniente a nuestras metas para poder avanzar. Y debe ser es ecológica, es decir, no dañar, para evitar consecuencias negativas derivadas de nuestros actos.
Así que lo que toca después de entender esto, toca hacerse preguntas claves: ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué me gustaría hacer? ¿Qué elijo entonces hacer?
Luego, analizar las opciones, pensar en los costos y beneficios de cada opción y finalmente tomar la decisión y ponerse en acción con la confianza y la fe puestas en que eso que estamos buscando lo vamos a poder encontrar.
Dejemos de victimizarnos y de culpar a los demás. Asumamos la responsabilidad total por nuestra vida y empecemos a dibujar un camino más colorido y trascendente.
El Dr. Renny Yagosesky es PhD en Psicología, Conferencista y Escritor @DoctorRenny